Según Alasdair A. K. White, la zona de confort es un estado mental en el cual la persona opera en una condición de «ansiedad neutral» utilizando una serie de comportamientos para conseguir un nivel constante de rendimiento sin sentido del riesgo. En pocas palabras, la misma rutina de siempre. La zona de confort es aquella zona en la que nuestras perspectivas, nuestra vida, puede mejorar si añadimos cierta cantidad de estrés, es decir, cierta cantidad de esfuerzo, pero que, a niveles superiores, provocaría a su vez niveles superiores de ansiedad hasta entrar en “zona de peligro”.
Dicho de otra forma, es aquella zona mental – aunque la podamos asociar a un lugar, a un espacio o a un grupo de amigos… – en la que no existe estrés, en la que nos sentimos tranquilos.
Ahora bien, y ahí es donde nos equivocamos, que no exista estrés no significa que seamos felices. Todo lo contrario, en la mayoría de las ocasiones, afincarnos en nuestra zona de confort puede suponer cierta insatisfacción porque nos impide crecer, descubrir, avanzar… Salir de nuestra zona de confort supone aumentar el estrés, y eso nos incomoda, pero progresar implica estresarnos. Cada vez que queremos conseguir algo, especialmente cuando ese algo nos hace sentir orgullosos y satisfechos, debemos esforzarnos y, el esfuerzo, es estrés y supone un coste emocional.
¿Qué sucede entonces? Que sentimos miedo, pereza, apatía, desidia, incertidumbre, falta de motivación, temor al fracaso… Pero para seguir creciendo, es necesario superar estos miedos y las creencias limitantes que nos impiden desarrollarnos. Debemos asumir ciertos riesgos.
La felicidad no es gratis, al menos no siempre… La felicidad debemos buscarla, debemos trabajar para conseguirla y, en ocasiones, eso supone salir de nuestra zona de confort durante un tiempo con la finalidad de llegar a otra zona de confort “superior” en la que, además, encontremos más felicidad. Por ejemplo, ¿qué sentido tendría estudiar cuando ya has “finalizado” tus estudios? ¿Para qué querrías comprar una casa e hipotecarte si ya estás bien donde estás? ¿Para qué tendríamos hijos? Todas las situaciones que os acabo de exponer suponen una salida importante de nuestra zona de confort y, no obstante, realizamos algunas de ellas. ¿Por qué? Porque imaginamos que, cuando hayamos finalizado lo que nos hayamos propuesto, vamos a estar mejor, que el esfuerzo valdrá la pena, y eso es lo que nos mueve. La motivación es lo que nos hace salir de nuestra zona de confort.
Nuestro cerebro nos advierte, nos envía mensajes para avisarnos que debemos salir de esa zona. Conocerlos, saber interpretarlos, nos puede ayudar. Algunos de estos signos son, por ejemplo, el miedo a asumir responsabilidades dejando pasar oportunidades; procrastinar, especialmente cuando aplazamos indefinidamente tomar ciertas decisiones o escondiendo la cabeza como los avestruces; la apatía y la falta de motivaciones o de ilusión por emprender cualquier tipo de propósito, plan, proyecto…
Pero, además, salir de esta zona también puede ser muy reconfortante y motivador puesto que, hasta cierto punto, esto querrá decir que hemos empezado una nueva empresa, que tenemos nuevos proyectos y, el mejor de un nuevo proyecto no siempre es llegar, muchas veces es el camino que basura el que nos gusta. Y si no, haceos la siguiente reflexión: cuando finalmente logramos aquello que estábamos deseando estamos satisfechos, contentos, orgullosos…, pero ¿hasta cuándo? ¿Cuánto tiempo nos sentiremos así? Una vez conseguida, nos acostumbraremos y, pasado un tiempo, si todo va bien, intentaremos “hacer una nueva cumbre”.
Michael John Bobak dijo: “Todos los avances se producen fuera de la zona de confort”